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XIV Domingo ordinario


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Reflexión del Evangelio

Todos, en algún momento de nuestra vida, somos testarudos y obstinados, nos encaprichamos en nuestras ideas y nada ni nadie nos hace cambiar de opinión. Nos volvemos irrazonables y no escuchamos consejo alguno. Creemos que el mundo está a nuestros pies y que lo podemos controlar todo. Sin embargo, no es así. Lo podemos ver en la primera lectura de hoy. El pueblo israelita era rebelde e infiel a sus creencias. Por eso Dios dijo al profeta lo siguiente: “Te envío donde esa raza de cabezas duras y de corazones obstinados para que les digas: ¡Esta es la palabra de Yavé…!” (Ezequiel 2:4). ¿Me he rebelado contra Dios? ¿Soy obstinado en mis ideas? El mundo, la sociedad y todos nosotros necesitamos la misericordia de Dios para ser mejores, para que el corazón obstinado y rebelde se abra a la gracia de Dios tan necesaria en nuestra vida.

El poder de Dios se manifiesta en nuestra debilidad. Eso es precisamente lo que el Evangelio de hoy nos manifiesta. Aparentemente, los que escuchaban a Jesús en la sinagoga no lo creían capaz de ser sabio y mucho menos ser el Hijo de Dios. Por eso se preguntaban atónitos: “¿De dónde le viene todo esto? ¿Y qué pensar de la sabiduría que ha recibido, con esos milagros que salen de sus manos?” (Marcos 5:2). Cómo era posible que un perfecto desconocido hablara con sabiduría e hiciera milagros como Dios. Además, era hijo de María y de un carpintero insignificante. ¿Cuál es la enseñanza de Jesús para nosotros hoy? No olvidemos, con su gracia nos basta. ©LPi

 

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